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martes, 18 de noviembre de 2014

Dulces lágrimas.

Capítulo primero.




¿ Por qué a mi? ¿ Qué he hecho yo?


Las pequeñas manos de Penélope, secan las lágrimas que lamen sus pálidas mejillas. Sus manos están entumecidas, lleva un rato abrazando fuertemente sus rodillas. 

- ¿ Te queda mucho?

Abre sus enrojecidos ojos y casi sin fuerzas, ahogada en su llanto, contesta a la voz de su madre, que está detrás de la puerta, con ese pestillo mágico, que la aísla.

-No, mamá, casi estoy.


El agua cae sobre la pica del lavabo, su sonido la despierta de su llanto, sumerge sus manos en ella, las llena y se las lleva a su rostro, una y otra vez, pensando, que no se me note, que no se me note....
Se cepilla su larga melena dorada, suavemente, como acariciándola, mordiendo su grueso labio inferior, casi hasta hacerse sangre, cierra sus rasgados ojos, suspira y abre ese pestillo mágico para enfrentarse a su nuevo día. 



De camino al colegio, con su viejo vestido y esos calcetines largos hasta la rodilla,  envuelta en su chaqueta de lana, helada de frío, con su naricita colorada, mirando hipnotizada el pavimento, pensando, que frío hace, tengo mucho frío, va al encuentro de su amiga Montse. Suelen quedar, en el viejo quiosco de la señora Mariana, una anciana gruñona, con una sonrisa, a veces, encantadora, cuando no la mira nadie directamente. Su esposo, sentado como siempre en esa raída silla de mimbre, con la cabeza cabizbaja, con sus pequeños ojos cerrados, como si no le importara lo que pasa a su alrededor, sumergido en sus sueños de juventud.

-Buenos días, señora Mariana. Me pone un donut de chocolate-susurra apenas Penélope.
-Niña, habla más alto, que estoy medio sorda-gruñe la vieja anciana.
- Un donut de chocolate- susurra elevando la voz, un poco.
-Toma y  corred que llegáis tarde, como siempre. - gruñe medio sonriendo.

Aceleran el paso, hace frío y la hora se les echa encima, las dos apenas se hablan, solo sale ese vaho de sus bocas y se sonríen.
Montse con su cabello rebelde, de ese color panocha, que tanto agrada a Penélope, y sus ojos tristes, de color celeste como el cielo.  Tan frágil. Son amigas desde pequeñitas, siempre juntas.

La clase está helada, la calefacción sigue estropeada. Esos viejo módulos, esperando a que hagan la nueva escuela, se caen a pedazos, hay goteras en los techos y las ventanas no son herméticas y entra el frío aire de esa mañana.

Penélope se sienta en su asiento, no se quita su chaqueta, sigue helada de frío y saluda a su compañero, Joaquín. Es un niño gordete, que se come las puntas de los lápices, con sus enormes gafas de pasta y su constante manía de absorberse los mocos. 
El maestro pasa la lista, conforme va pasándola, los cuarenta niños de la clase, con sus vocecitas, van diciendo, presente. Tristán, no levanta la vista de la lista escrita, en un amarillento papel. Es un hombre serio, nunca sonríe, sus ojos verde oliva, son fríos y distantes. No soporta a esos críos ni su trabajo. 

-Señor Pizarro, siéntese en su sitio- se acerca con los nudillos cerrados y los deja caer sobre la cabeza del pequeño.
Lleva un enorme sello dorado en su dedo anular. El cuello de su camisa, perfectamente planchada, anudado con esa misma corbata de siempre, marrón a rayas rojas.

Hoy toca clase de historia. Tristán coge su libro y se dispone a leer lo escrito en el, sentado en su silla delante de la pizarra. Hay un absoluto silencio, solo se escucha la monótona voz grave e insípida del profesor. 

Penélope se pierde entre tantas fechas y aburridos nombres de batallas, se queda embelesada, observando una nube a través de la ventana. Tiene forma de pastel de manzana, como el que hacía mi abuelita, se dice a si misma y se  imagina flotando en ese pastel esponjoso, dándole pequeños bocaditos y relamiéndose de gusto. 
Un golpe de ese dorado metal en su cabeza, la despierta de su sueño.

-Señorita, Diaz, haga el favor de atender y deje de estar en las nubes.

La pequeña aguanta sus lágrimas, que casi se le saltan de sus  brillantes ojos y vuelve a la realidad, bajando la mirada a su pupitre, coge el bolígrafo azul y hace ver que escribe algo, para parecer interesada en lo que dice su profesor.

-Podéis salir al patio- grita Tristán.

Penélope coge su donut de chocolate y lo devora en un segundo. Todos salen corriendo con su almuerzo. Ella y Montse, van caminando despacio sin mediar palabra, saboreando su desayuno y mirando a los demás. 

El patio es una zona pequeña, gris, llena de huecos en el suelo de frío cemento. Los mayores se colocan en la mejor zona, donde da ese sol calentito, los demás corretean, tropezándose cada dos por tres en esos huecos y Penélope junto a su inseparable amiga, se sientan en el  frío escalón de la escalera donde está el profesor que vigila la media hora de recreo. Ambas huyen de Conde, un chico de su clase que repite curso por tercera vez y suele burlarse de ellas, llamándolas pavas y dándole collejas, que ellas odian. Juegan a darse palmadas en las manos, cantando canciones o acariciarse el pelo, haciéndose trencitas. 
Ese adolescente, con sus malévolos ojos negros, las vigila desde lejos, las señala mofándose, gritándoles:

- Pavas, sois pavas.

Conde es un adolescente rebelde, con su negro pelo. Su padre está en la cárcel y él se enorgullece de ello, quizás solo sea fachada. Son cuatro hermanos, él es el mayor.

Los demás niños se ríen de las gracietas del dueño del patio, ellas se sonrojan y solo desean volver a clase.


De vuelta a casa sola, por el mismo camino de siempre, con esos edificios altos, esas aceras estrechas, los coches circulando, un ruido de una moto pasando a todo gas,  esa  gente paseando con prisas. Se acerca la hora de comer y tiene hambre. Su amiga se queda a comedor.

-Qué habrá hecho mi madre de comer?- piensa en voz alta.


Abre la puerta, penetra en ese largo pasillo y allí está él, Santi, su vecino. 

-Hola, pequeña.- le sonríe con sus achinados ojos pícaros.
-Hola.- balbucea ella, sonrojándose.



Le gusta Santi, le gusta sus tejanos ajustados, su aroma, su sonrisa, pero sobretodo le gusta, como la mira. Le gusta su mirada.



-Mamá, que hay de comer?- dice, nada más abrir la puerta de casa.
-Lentejas, si quieres las comes y si no, las dejas- le dice sonriendo su mamá.


Penélope mira el rizado cabello de su madre, le encanta. ¿ Por qué no me parezco a mi madre, me gusta tanto esos rizos azabaches? se dice a si misma. Su mamá tiene una mirada dulce, de color miel como ella, hundida con esas ojeras de color morado, se la ve cansada. Sus finos labios agrietados, siempre secos. Nunca se los maquilla. 

Ambas comen en silencio, en esa mesa amarilla de la cocina, sentadas en un taburete a juego. Su madre rompe ese silencio.

-Tu padre, vendrá más tarde hoy, quizás cenemos solas de nuevo.

Penélope asiente con un leve movimiento de su cabecita y siente un alivio dentro de si.

Cae el día, pasan las horas, su madre y ella cenan tranquilamente, se prepara para ir a dormir y descansar.



Es de noche, todo es oscuro a su alrededor, tapada con su edredón hasta la cabeza, esconde así los gritos de su padre, que acaba de llegar. 


Dice en voz baja:

- Quiero morir. Deseo morir.- y se sumerge en un inquieto sueño.





Confundida en el silencio, sueña con los ojos abiertos. Sueña que baila bajo la lluvia, que su viejo vestido, es de su color favorito, el aterciopelado rojo, siente esa ráfaga de lluvia caer en sus ojos, en su piel. Empapada, sonríe a ese cielo que la arropa.....

-Penélope, ayuda a poner la mesa a tu madre- le grita su padre. 

La coge de su brazo y la zarandea, golpeando su cabeza contra la pared de la salita.

Ayuda a poner la mesa, coloca los platos en la mesa camilla de la húmeda salita donde suelen comer cada domingo. 
El silencio se puede cortar, es espeso, agobiante. La televisión suena de fondo. Sus padres están absortos mirándola. Ella, juega con su cuchara haciendo círculo en la sopa de letras, colocando letritas en el borde de su plato. De repente, siente en su rostro, el líquido caliente de ese caldo y a su padre, gritando:

 - Come y deja de jugar.

La mira con odio, con esa mirada gris fría, se pasa la mano por su castaño pelo rapado casi al cero. Sus manos son enormes y están cubiertas de negro vello. A Penélope no le gustan sus manos. 






Para los sueños, no hay secretos. Sueños infinitos, aquellos que tienen los niños, que se acarician con los dedos.



Hace un día precioso. Luce el sol, se nota que el mes de Marzo está arrancando en el ambiente.

Penélope va de camino a casa, sigue llevando su chaqueta de lana. Tiene frío, aunque eso rayos de sol calienten suavemente. Ella siempre tiene frío.


Abre la puerta de su portería y allí se tropieza con esos achinados ojos vivos, negrísimos, sonriéndole.

-Hola, pequeña.- le dice esa boca voluptuosa.

-Hola.-dice ella de nuevo sonrojándose, como siempre.

El la mira, despojándola de esa vieja chaqueta con la mirada.

-Estás creciendo- le dice cogiéndola de su cara y acercándose a ella.

Se quedan los dos mirándose a los ojos, ella los baja tímidamente, incrementando ese tono de sus sonrojadas mejillas. La coge de su mano y le susurra al oído:

- Ven.


La arrastra al hueco del rellano, le quita la cartera de sus hombros, le desabrocha la chaqueta y se acerca a su boca. La luz de la escalera se apaga y se sumergen en la oscuridad. 
Sus alientos se mezclan, ella está nerviosa y él está excitado. Sus labios colisionan, él le introduce su lengua en su boca y busca la de ella, jugando. Sus lenguas se recrean en ese mar de saliva. Ella permanece inmóvil, él busca debajo de su suéter, esos pequeños pechos suaves, duros, los acaricia...
Santi se separa lentamente y le susurra:

-Mañana, más.

Le sonríe y desaparece de la oscuridad, dejándola sola. Permanece pegada contra la pared, su respiración es acelerada, sus ojos se iluminan, alguien ha entrado y encendido la luz de la escalera, siente los pasos como se van alejando escaleras arriba y se decide a salir e ir a su casa.

Esa noche duerme con el nombre de Santi, besando su boca.



Penélope acelera el paso, se acelera su corazón, se acelera su pulso, va acelerada a su casa, deseando de verlo.
Entra a la escalera y no lo ve, su sonrisa se languidece, disminuye su paso. Cuando se acerca al hueco, una mano surge de la oscuridad, la coge fuertemente y le susurra encendido :

- Ven, que te voy a espabilar.

Fundidos en la oscuridad, jugando con sus lenguas. Las manos de él, se meten debajo del vestido, suben despacio, lentamente,  hasta llegar a sus bragas de suave algodón y se recrea en  ellas, humedeciéndola. Se separa lentamente de sus labios, recorriendo su cuerpo a bocaditos hasta sumergirse debajo del vestido. Le separa a un lado sus braguitas e introduce su lengua, rozando suavemente su clítoris. Está húmeda, extasiada de placer, siente esa lengua dentro de ella, sus labios mordiéndola y no desea que aquello acabe. El sigue, sigue con su lengua, jugando y ella rompe en una explosión indescriptible de gusto. Sale de debajo de su vestido y murmura :

-Ya, pequeña?

Le agarra la cara con sus manos mojadas de ella, suavemente la vuelve a besar, metiendo su lengua, buscando la suya,  le muerde su labio inferior, sonriendo le dice: 

-Te gusta como sabes?

Ella asiente con su cabeza, sin atreverse a mirarle a sus ojos.  Se besan en los labios y vuelve a desaparecer, susurrándole las misma palabras de ayer.

-Mañana, más.



Penélope se pasa la mañana, mirando su reloj, los segundos, se hacen minutos, los minutos, horas, solo desea que lleguen las doce para ir a su encuentro furtivo, con su amor. 

De nuevo están sumergidos en la oscuridad de su rincón de pasión, él le susurra al oído:

-Hoy te toca ti. Yo te enseño.



Penélope, ya no siente frío. 





















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